Supongamos que al espectador más refractario al arte moderno le mostráramos un cuadro con el interior de una habitación plasmado en estilo hiperrealista, a sus ojos irreprochable, pero donde a su vez figurase colgado de modo muy llamativo otro por el contrario abstracto. ¿Expresaría el menor rechazo ante tal presencia? Probablemente no, e incluso podría pasarle inadvertida. Esta paradoja deriva del hecho de que el cuadro dentro del cuadro goza de una patente de corso sin igual en el campo de la plástica, cuyas causas y consecuencias sería muy interesante explorar desde varios puntos de vista: estético, sociológico y perceptivo. Efectivamente, al tratarse de una imagen en segundo grado implica un marco de libertad inimaginable para la de primero, que la alberga y a la cual hasta cierto punto parasita, llegando en ocasiones hasta arrebatarle el protagonismo, al igual por cierto que sucede en literatura con el cuento dentro del cuento.
Los estudios sobre el tema, justificados por su larga tradición y entre los cuales destaca el muy recomendable de Julián Gállego , permiten examinar con todo detalle sus autónomas vicisitudes, cuya casuística alcanza unos grados de sutileza sumamente sofisticados. De hecho algunas de las soluciones propuestas obligan al espectador a aguzar su percepción hasta extremos nada usuales, con lo que el cuadro dentro del cuadro brinda un ejercicio formativo de gran valor a cualesquiera niveles en la enseñanza de la imagen.
Sobran ejemplos en este sentido, como cuando se asiste a una anamorfosis implícita, con el cuadro situado oblicuamente al plano físico del lienzo, pero manteniendo la imagen sobre el primero paralela al segundo, para poder así ser mejor interpretable, como hace Roger Van Der Weyden en San Lucas pintando a la Virgen , donde adelanta un recurso manipulador típico del manierismo. Muy posteriormente la pintura surrealista explotó hasta el límite las opciones abiertas por el cuadro dentro del cuadro ya no para subvertir sino para desfondar la realidad, caso de las múltiples aportaciones de Magritte, quien lo elevó a uno de sus motivos emblemáticos a lo largo de varias décadas sin dar por ello muestras de agotamiento, como cuando un cuadro sobre una pared o un caballete se convierte en una activa ventana virtual a un mundo entre las dos y las tres dimensiones, más y a la vez menos real que el presente. En otros artistas el cuadro dentro del cuadro, bien que relegado a un papel más pasivo, puede cargar de imprevista trascendencia un acto sólo a primera vista trivial, caso de Dama pesando perlas de Vermeer, gracias al toque apocalíptico que un Juicio Final al fondo presta a una escena doméstica. El propio cuadro del cual sólo vemos su dorso, caso en primerísimo lugar y por partida doble de Las Meninas, siempre nos dejará con la incógnita acerca del contenido de su anverso.
Sin embargo, el análisis también puede extenderse a los aspectos ya no conceptuales sino formales del cuadro dentro del cuadro, cuyo interés no resulta en absoluto inferior, a partir del examen de algunas obras significativas. Por un lado contamos con un curioso ejemplo barroco gracias a Guercino, quien pinta de nuevo al apóstol San Lucas ante el caballete como retratista de María y el Niño en tanto que patrón de los pintores – aunque él mismo artista apócrifo -, pero esta vez realizando un cuadro deliberadamente arcaico por prurito arqueológico, de modo que el suelto estilo propio de este artista se acerca al hierático de un icono bizantino, con resultados por lo demás no muy convincentes. Aunque es evidente que la estética de su tiempo no permitía un anacronismo de semejante calibre, el cuadro dentro del cuadro intenta actuar como una suerte de retrovisor.
Muy distinto, mejor logrado sin duda y aún más interesante es el caso en dirección contraria de Chardin al siglo siguiente con El Dibujante , donde un muchacho sentado en el suelo y de espaldas al espectador procede a copiar una gran lámina con el modelo de un desnudo masculino, trazado a la sanguina y clavado sobre una pared (el tema del dibujo presente en la pintura merecería, incidentalmente, un estudio propio). Basta un vistazo al mismo para que al espectador menos atento le venga a la mente otro nombre, el de su gran compatriota Daumier, nacido sin embargo más de un siglo después . La pastosa factura, en efecto, tiene toda la capacidad sintética de los pocos óleos de este último, mientras su resuelto aplomo recuerda por adelantado a las lavanderas y los obreros del primer artista del proletariado. Chardin, en cambio, es un burgués del Antiguo Régimen, y sus escenas de género, incluso las más humildes, plasman una sociedad todavía ajena a las inminentes turbulencias revolucionarias, donde cada figura – y hasta cada objeto – parece contentarse con su puesto fijo dentro de un orden secular. Dicha disparidad de mentalidades, conformista y comprometida respectivamente, no impide que el cuadro dentro del cuadro de Chardin sirva en este caso, y a diferencia del laborioso y premeditado anacronismo de Guercino, como adelantado virtual de un artista muy posterior. Sentimos de inmediato y con toda convicción que Chardin nunca hubiera pintado un cuadro entero propiamente dicho con aquella rotunda arquitectura de planos y su paralela simplificación de tonos, a menos que se tratara por supuesto de un boceto, campo igualmente propicio – aunque ya privado y preparatorio- para las libertades formales a pequeña escala. Es como si en el cuadro dentro del cuadro, por tanto, rigiese su propio tiempo, en este caso concreto futuro perfecto, como el anterior se había conjugado en pretérito imperfecto, creando así una zona de ambigüedad temporal que añadir a la compleja problemática espacial que implica.
Este ejemplo fortuito aunque afortunado lleva también a especular con un ejercicio interpolativo de gran interés. Al igual que un Daumier, dando un salto secular, no habría como acabamos de ver desentonado en un interior de Chardin, ¿qué ocurriría si dentro de un cuadro de determinado estilo nos encontráramos colgado otro de uno muy posterior? La hipotética conciliación entre ambos implicaría la mejor prueba de una sintonía impecable. El antes citado Vermeer, por ejemplo, tiene cuadros y hasta mapas – rasgo habitual entre los holandeses – al fondo de sus probos interiores burgueses, pero quizás un futuro Mondrian tampoco se encontraría desplazado. ¿Qué tal quedarían en una ascética celda de Zurbarán un Juan Gris o un Vázquez Díaz como único ornato? ¿Y en una apenas menos modesta habitación de alquiler de Van Gogh una obra expresionista de Nolde o De Kooning? ¿O en un salón de Turner un Rothko?
Los casos de estos emparejamientos anacrónicos podrían multiplicarse hasta formar una galería virtual, e invito al lector a continuarlos con las elecciones que le parezcan más oportunas, sin temor a los amplios hiatos que exigen. Cada obra de los grandes maestros antiguos podría servir de antesala a una imagen de modernidad, al crear un clima más propicio para la asimilación de esta última, según vimos al principio. Si se ha dicho con razón que los artistas antiguos prefiguran a los modernos, pero que estos últimos en cierto modo también rehacen a los primeros, al hacérnoslos ver con nuevos ojos, pues cada nueva vanguardia inaugura una retrospectiva de toda la historia del arte, nada impide que un cuadro de museo se convierta en antesala de lujo para otro de vanguardia.