Barcelona, 1957.
Licenciado en Bellas Artes por la Escuela Superior de Sant Jordi de Barcelona. Comienza a exponer en 1981. Son señaladas sus muestras en la Sala Parés de Barcelona, Juan Gris de Madrid, Van Dyck de Gijón o Galería Bennàsar de Palma de Mallorca. Es recordada la colectiva titulada Pintura Privada realizada en 1994, en la que se defendía con sólidos argumentos la figura del pintor fiel a la tradición que se ve apartado por un oficialismo artístico mal entendido. Obtiene el Premio San Andreu de Llavaneres en 1983, el Ynglada Guillot en 1994 y el I Premio de Pintura Pequeño Formato de Sant Cugat del Vallés. Colabora con Arboreda desde 2004.
Es cierto que la obra de Raimon Sunyer retoma un tradición, sobre todo de paisaje, que por ser puramente mediterránea busca la luz como elemento necesario en su pintura. Una luz que se evapora en los amaneceres de la costa catalana o balear y crea un vago sentimiento de irrealidad tan propio de estas tierras. La calma y la serenidad se hacen presentes en su trabajo y el espectador advierte la quietud del pintor frente al paisaje, quien en ese momento ya ha decidido acometer semejante tarea, a saber, la de dar forma de emoción pictórica a una naturaleza inalcanzable.
Pero también es verdad que Sunyer juega con otra emoción, la más evocadora e imaginada, y cuando esta inquietud le mueve a pintar se encierra en la soledad obligada del estudio y se aleja en cierto modo de aquella tradición. Su pintura se llena de sombras, de calles retorcidas que encierran una atracción magnética para quien las observa, de nocturnos casi escenográficos, de silenciosas composiciones en las que los elementos dejan de ser objetos materiales y se transforman en tiempo detenido; de ventanas abiertas al exterior que hacen pensar más en lo que hay dentro.
Últimamente en ciertos trabajos su trazo exquisito y comedido se ha vuelto más enérgico, y predomina sobre la línea – que tan bien conoce y que se hace rotunda en sus dibujos- para dotarlos de mayor misterio. Verdadera pintura de gozo estético que obliga al espectador a detenerse, compleja por esa correcta irrealidad pero definitiva porque incluso sin saberlo discurre sobre nosotros como un enigma, al igual que ante un estímulo insospechado nos aborda un recuerdo instantáneo en flash y en ocasiones nos hace creer que somos capaces de entender esa otra realidad.