En una de sus muchas columnas titulada «Noche», el crítico Calvo Serraller recordaba al pintor Mark Rothko y recogía sus palabras: «sin monstruos ni dioses el arte no puede representar nuestro drama: los momentos profundos del arte expresan esta frustración. Sin estas figuras que debían impulsar el trabajo del artista nada quedaría, tan solo un vacío general, una desgana creativa y una ausencia de estímulo». Rothko, atormentado hasta lo insoportable con una búsqueda improductiva, intoxicado con el consumo de alcohol y el exceso de antidepresivos, fue consecuente hasta el final con este mandato y se suicidó. No apartó sus temores ni doblegó su espíritu ante los cantos de sirena que la crítica le brindó. Afirmaba, como tantos artistas, que esta incesante búsqueda de su pintura significaba un encuentro con la libertad, y quizás suponía una especie de catarsis espiritual, una necesidad de encontrar esa luz purificadora que aleja el sufrimiento. La contemplación de sus trabajos, masas de colores tratadas con maestría que flotan mecidas bajo una fuente lumínica inabarcable, dan fe de esta constante indagación.
La vida presenta de vez en cuando obstáculos que pueden llegar a resultar terribles, y por ello una existencia llevadera y libre de fatigas es un fin deseado por todos. Pero sin llegar ni mucho menos al extremo al que Rothko llegó, resulta innegable que existe la conciencia, y ante ella no caben engaños.