El escritor Jorge Luis Borges definía el hecho estético como la inminencia de una revelación que no se produce. Quizá sea una de las reflexiones mas acertadas sobre el misterio de la experiencia artística, ese proceso inefable que embarga el espíritu de la persona atenta a digerir la realidad para posteriormente procesarla en un sentimiento íntimo.
Siendo esto así, debemos admitir el fracaso de toda manifestación que aspire a ser llamada artística. A pesar de tantos siglos recorridos, parece empresa inútil intentar esclarecer por parte del artista ese conjunto forjado en su mente cuya ejecución pretende ser trasunto de una loable intención, siempre imposible de atrapar en toda su integridad. Bastaría con observar todo el proceso previo como el estado al que se ha llegado con mayor o menor acierto, la meta con la que el creador debería contentarse de acuerdo a su ambición. Una vez alcanzada, solo se percibe esa inminencia, el paladeo que informa de algo mas elevado, un ligero fulgor que llega hasta nosotros expulsado de una gran fuente de luz.
En consonancia con lo anterior, el crítico Ernesto Ayala-Dip nos habla de la teoría concebida por el escritor estadounidense Nathaniel Hawthorne a la que se refirió como «la media luz». Dice Ayala:
«Se trata de captar los contornos precisos de la realidad mediante la conciencia de que nunca es posible captarla del todo, de que siempre la mirada del autor choca con la naturaleza brumosa de toda realidad. Solo aprovechando la media luz que nos cede la evidencia, podremos profundizar en esa zona incomunicable que tiene siempre lo que vemos en la superficie».
Cabría añadir a esto que para lograr semejante percepción es necesaria la contemplación sometida a un cierto estado de lirismo o visión poética por parte del que desea comunicar. Porque ¿qué escritor, músico o pintor con afán de trascendencia desconoce la necesidad de esa sublimación, podríamos decir, espiritual? Sin ella, el trabajo nace estéril, no existe mas que una renuncia a sumergirse en lo profundo y el espectador, entonces, permanece en superficie. Cuántos espectadores dejan de atravesar la simple evidencia y nunca son capaces de entrever la media luz. En el texto titulado «Por qué se escribe», publicado en 1933, que conforma parte del libro «Hacia un saber sobre el alma», dice la filósofa María Zambrano:
«Escribir es defender la soledad en que se está; es una acción que solo brota desde un aislamiento efectivo, pero desde un aislamiento comunicable, en que, precisamente, por la lejanía de toda cosa concreta se hace posible un descubrimiento de relaciones entre ellas. Pero es una soledad que necesita ser defendida, que es lo mismo que necesitar de justificación».
El escritor defiende su soledad, mostrando lo que en ella y únicamente en ella, encuentra:
«Habiendo un hablar, ¿por qué el escribir? Pero lo inmediato, lo que brota de nuestra espontaneidad, es algo de lo que íntegramente no nos hacemos responsables, porque no brota de la totalidad íntegra de nuestra persona: es una reacción siempre urgente, apremiante. Hablamos porque algo nos
apremia y el apremio llega de fuera, de una trampa en que las circunstancias pretenden cazarnos, y la palabra nos libra de ella. Por la palabra nos hacemos libres, libres del momento, de la circunstancia asediante e instantánea. Pero la palabra no nos recoge, ni, por tanto, nos crea y, por el contrario, el
mucho uso de ella produce siempre una disgregación; vencemos por la palabra al momento y luego somos vencidos por él, por la sucesión de ellos que van llevándose nuestro ataque sin dejarnos responder. Es una continua victoria
que, al fin, se transmuta en derrota. Y de esa derrota, derrota íntima, humana, no de un hombre particular, sino del ser humano, nace la exigencia de escribir. Se escribe para reconquistar la derrota sufrida siempre que hemos hablado largamente».
Sin duda, no podemos mas que considerar en alto grado estas bellísimas palabras portadoras de un pensamiento tan lúcido y profundo. Es quizás aquí donde se esconde una de las principales leyes que rige el trabajo del artista y que debe conformar su horizonte por toda una vida. El hecho de escribir o pintar supone, en su estado primero, una renuncia a lo externo que con el paso del tiempo moldeará la sustancia del autor. El verdadero trabajo, aquel que habla y vive con sinceridad cuando es interpelado por la persona atenta y entregada, esa visión que toda percepción artística produce en el momento de encuentro y enigma, de inaprensibilidad y nacimiento, surge del recogimiento del que habla Zambrano, recogimiento y a la vez afán de comunicar, sin el cual algo quedará siempre por decir. Nosotros, lectores o aficionados, sin temor a equivocarnos actuaremos correctamente si tratamos de esquivar ese murmullo de palabras diarias lanzadas al aire con excesiva libertad, para permitirnos un silencio fructífero que nos guíe en nuestra formación como espectadores.
Puede parecer la reflexión anterior ajena al tiempo actual, cada vez mas rápido y exigente en efectividad de resultados. Sin embargo, es innegable que esta actitud firmemente adoptada frente al hecho de expresarse por medio del arte requiere de una cierta serenidad interior. Observemos lo que decía Mario Vargas Llosa en su ensayo «La civilización del espectáculo» hace pocos años:
«Así como tengo la verdadera convicción de que el laicismo es insustituible en una sociedad de veras libre, con no menos firmeza creo que, para que una sociedad lo sea, es igualmente necesario que en ella prospere una intensa vida espiritual —lo que para la gran mayoría significa vida religiosa—, pues, de lo contrario, ni las leyes ni las instituciones mejor concebidas funcionan a cabalidad y, a menudo, se estragan o corrompen».
No parece Vargas Llosa un hombre fervoroso. Pero como persona liberal sabe de la importancia que la búsqueda interior tiene en la consecución de un mundo cada vez mas civilizado. El arte es civilización, proceso que nace como
consecuencia de un abandono paulatino del estado primitivo del hombre para tratar de dar explicación a una nueva identidad como ser racional. Pero si el arte se banaliza para convertirse en fuego de artificio, en un vaivén estético esclavo de lo mas trivial, entonces también se frivolizan la sociedad y el hombre. El tiempo presente es rico y variado y sin duda aportará su testimonio al legado universal de la cultura. Pero siendo tan fecundo en manifestaciones, alberga numerosas trampas ante las que no deberíamos dejarnos arrastrar. Nada mejor que apuntalar esta idea con otro breve extracto del premio Nobel:
«Un factor importante en nuestra realidad ha sido la democratización de la cultura. Se trata de un fenómeno que nació de una voluntad altruista: la cultura no podía seguir siendo el patrimonio de una élite, una sociedad liberal y democrática tenía la obligación moral de poner la cultura al alcance de todos, mediante la educación, pero también la promoción y subvención de las artes, las letras y demás manifestaciones culturales. Esta loable filosofía ha tenido el indeseado efecto de trivializar y adocenar la vida cultural, donde cierto facilísimo formal y la superficialidad del contenido de los productos culturales se justificaban en razón del propósito cívico de llegar al mayor número. La cantidad a expensas de la calidad».