Hay una cita del escritor holandés Cees Nooteboon que dice así:
«En una ocasión Roland Barthes fue requerido para elegir su pieza musical favorita y exponer la razón de su elección. Una persona que yo admiraba por su brillante capacidad verbal de disponía a hacer algo que yo era incapaz de hacer: razonar porqué le gustaba una determinada música. Tras una pausa, dijo que le resultaba imposible explicarlo, dado que esta pieza se correspondía con todo lo que resultaba íntimamente inefable. Yo sentí la satisfacción del cobarde, y no fue hasta más adelante cuando comprendí que había aprendido una lección muy simple: a veces, como sucede con un cohete teledirigido, la obra de arte se dirige justamente a ese objetivo en tu interior que alberga un enigma semejante al expresado por la propia obra. Sabes de qué va ese enigma, platónicamente existe la posibilidad de que alguna vez encuentres la fórmula para expresarlo, pero tendrás que seguir buscándola, y, mientras no la hayas encontrado aún, no se te ocurra desvelar el enigma ni menos aún ofenderlo mediante la invención de una fórmula zafia. Observar, escuchar, leer, eso siempre funciona».
Nada más verdadero, pues el arte, en todas sus expresiones, es fruto del complejo espíritu humano. Un error común por parte del observador de pintura consiste en hacerse juez de la obra mediante una barrera impuesta que impide un análisis correcto. Un cuadro contiene una forma que puede ser evidente o tender a alejarse de la realidad. Sin embargo, la imagen que vemos no es más que el resultado final de todo un proceso de pensamiento que envuelve al artista durante su ejecución. Recoger solo el resultado final implica obviar lo anterior, tan importante para que la obra funcione. Si nos enfrentamos a un cuadro que representa un vaso con flores debemos aceptar que aquello que movió a su autor a representarlas no fue solo un deseo primario, es decir, no solo quiso representar el objeto ante sí, sino que existió un proceso previo alimentado por deseos a veces contrapuestos: rigor, fidelidad, evocación por asociaciones diversas, búsqueda de otra realidad, subconsciente, aliento poético… En suma, todo un conjunto de sentimientos que han definido desde el principio de los tiempos al ser humano cuando ha pretendido la expresión artística. Sencillo de comprender y asumido hoy en día por cualquier espectador.
Si rechazamos de entrada un cuadro por el mero hecho de representar un vaso con flores estamos rechazando al arte en sí. Solo importa la forma si la abstraemos de todo un juicio. Pero si somos capaces de trascender el objeto, con seguridad nos llevaremos más de una sorpresa, pues aquellos valores (aún siendo solo estéticos) que creíamos asentados serán susceptibles de cambio por el esfuerzo que hemos hecho. Y este descubrimiento tiene mucho que ver con el enigma del que habla Nooteboon. Por supuesto, se trata de un proceso que requiere insistencia, estudio e interés, pero sin él siempre seremos espectadores de superficie.