En cuanto al arte se refiere, la renuncia a la memoria de la tradición ha ido moldeando el tiempo presente. No es inusual advertir en el discurso de muchos artistas intelectualizados un aire de olvido hacia las formas de la antigüedad. Han pasado setenta años desde que las escuelas americanas comenzaron a promover en sus alumnos una visión del arte desprovista de ciertos elementos que fueron a lo largo del tiempo base y sustento para el estudiante que aspiraba a emular a su maestro. Renunciaron a la Academia en una suerte de salto al vacío, y con ello hicieron canónica la idea de que la subjetividad y el instinto del individuo debía ser el camino a seguir, en contra de lo que siempre permaneció de pie, a saber: oficio, estudio, humildad y respeto de ascendencia, en fin, interiorización de un legado milenario que iluminaba a las generaciones venideras con mandato de autoridad. No en vano, el artista reclama la compañía del pasado. La casa comienza por los cimientos y si se mira solo al tejado los vientos futuros la derrumbarán. Así lo hizo, pongamos por caso, el español Palazuelo, representante de la vanguardia de su tiempo.
Tras seis o siete décadas, inquieta comprobar cómo una sociedad desinformada aparta en el olvido cual legajo polvoriento casi todos los capítulos ya escritos de una tradición heroica que nos ha dado reconocimiento, una herencia que se debe conservar.